En su libro Vigilar y castigar, Michel Foucault refiere a un
reglamento de una ciudad francesa de fines del siglo XVIII que
prevé una serie de medidas a tomar bajo la eventualidad de
una peste.
Entre otras: “que la calle queda bajo la autoridad
de un síndico, que la vigila”; que “se ordena a cada uno que
se encierre en su casa, con la prohibición de salir”; que “cada
familia habrá acumulado sus provisiones”; que “cuando es
absolutamente preciso salir de las casas, se hace por turno, y
evitando todo encuentro”. Así, “no circulan por las calles más
que los intendentes, los síndicos, los soldados de la guardia,
y también entre las casas infectadas, de un cadáver a otro,
los ‘cuervos’ que es indiferente abandonar a la muerte”. En
semejante circunstancia, “la inspección funciona sin cesar.
La mirada está por doquier en movimiento”, llevando un
exhaustivo proceso de registro permanente.
Para Foucault, la peste es el sueño político de la “sociedad
disciplinaria”.
El encierro, la reglamentación, el reticulado, el examen, la vigilancia, el castigo: tales son los elementos
que subyacen, según el filósofo francés, a las instituciones
médicas, psiquiátricas, militares, industriales, carcelarias,
escolares. Así pues, la peste como modelo imaginario es
capaz de instituir modelos reales de poder, en una instancia
que Foucault llamará “poder disciplinario”.
Esta curiosa introducción viene a colación de lo siguiente:
se ha hablado sin cesar de las consecuencias sanitarias,
por un lado, y económicas, por otro, de la peste (pandemia)
que actualmente aqueja al mundo. Algunas encuestas,
inclusive, que ya han sido publicadas, relevan la preocupación
ciudadana en términos de estas dos variables: salud (propia
y ajena) y economía (nacional e individual). Pero, al menos
hasta ahora, el análisis relativo al poder y la política parece
estar totalmente ausente, no obstante lo cual, si alguna
noción ha devenido universalmente compartida, ella es
precisamente la de que esta pandemia cambiará el curso de
los asuntos humanos para siempre. Ahora bien, si la política
y lo político (el poder) son parte del fundamento mismo
de esos asuntos humanos, parece absurdo entonces no
tener nada para decir al respecto. Por ello, a través de esta
columna y otras que pienso escribir en los días que vienen,
quiero abordar algunos puntos que pueden ser relevantes.
Se ha hablado sin cesar de las consecuencias
sanitarias y económicas de la pandemia.
Pero, al menos hasta ahora, el análisis
relativo al poder y la política parece estar
totalmente ausente.
En su “Post-scriptum sobre las sociedades de control”,
Gilles Deleuze va más allá de Foucault, argumentando que,
en virtud de los nuevos modos de producción, los entornos
de encierro disciplinarios están condenados a perecer. Tiene
bastante sentido: en un mundo en el que la producción se
basa crecientemente en información y comunicación, la
inflexibilidad, el rigor, el encierro que supone el sueño de
la “peste”, constituye un sueño anacrónico y terriblemente
improductivo. Byung-Chul Han en su Psicopolítica ha
completado este análisis: el poder, además de no precisar
más encierro, tampoco precisa hoy, al menos en gran
medida, coerción, pues no es el cuerpo sino la psique su
objeto ahora privilegiado.
¿Cómo podemos pensar el poder y, sobre todo, lo que el
poder puede llegar a ser el poder, con arreglo a estas ideas?
¿Qué podemos extraer de todo esto?
En primer lugar, diría que otra vez nos damos la cabeza contra
la pared de la ideología del progreso. Los acontecimientos
interrumpen la ficción idealizada de una historia que se
mueve por un carril lineal de progresiva emancipación.
La segunda Guerra Mundial fue una pared al respecto,
inspiradora de La dialéctica de la ilustración de Adorno
y Horkheimer. Las aventuras nucleares, más adelante,
expusieron algo de todo esto otra vez: el peligro de la
propia destrucción total. Pero ello ha quedado muy lejos
en el tiempo, sobre todo para generaciones acostumbradas
a cambiar su teléfono cada 6 meses por el subsiguiente
modelo que, desde luego, es siempre mejor que el anterior.
La ideología de la historia general de la humanidad presenta
la misma tendencia que la curva de evolución del IPhone:
el nuevo es siempre mejor. Y ocurre hoy, sin embargo, que
una pandemia por ahora incontrolable pone en jaque la
salud a nivel global, detiene la economía y, en lo que aquí
hago foco, devuelve la biopolítica y el modelo del encierro
al primer plano. El poder, en otras palabras, otra vez nos
necesita encerrados.
Mientras tanto, sin embargo, los mecanismos psicopolíticos
operan en segundo plano, pues las tecnologías (Big-Data
y espionaje cibernético particularizado) en que estos
se basan continúan operando.
Mezcla de vigilancia y
mimesis: los muchos siendo vistos por pocos (expertos en
recolección y análisis de datos), por un lado, y los muchos
mirando a unos pocos (“influencers”), por otro.
El uso de
las redes e Internet presentará un aumento exponencial
en tiempos de cuarentena: todo tendrá lugar en ellas. El
“segundo plano” del psicopoder es, en efecto, simplemente
subjetivo: lo “sentimos” de tal manera, precisamente porque
no lo sentimos habitualmente. Al ser la versión más soft
del poder, el psicopoder se diluye subjetivamente en la
emergencia rigurosa del biopoder, mucho más duro y
evidente que aquel.
Al ser la versión más soft del poder, el
psicopoder se diluye subjetivamente en la
emergencia rigurosa del biopoder, mucho
más duro y evidente que aquel.
El poder político como tal, bio y psico, ha aumentado
significativamente y seguirá aumentando conforme pase
el tiempo.
Occidente está listo para implementar dispositivos
de control social propios del totalitarismo chino: las
condiciones necesarias para legitimar semejante poder
están emergiendo con toda velocidad. Esto podría cambiar
su curso solo si, llegada determinada instancia sin solución
de continuidad, el Estado quedara totalmente desfinanciado
y su aparato empezara a desmoronarse. Pero por ahora,
la curva es necesariamente ascendente. La regulación
de la conducta en el marco de la “peste” así lo demanda
pues, guste o no, la nuestra es una sociedad estatizada:
esto es, que no sabe cómo articularse y ordenarse más
allá del Estado.
La ausencia generalizada de valores cívicos y virtudes
personales y comunitarias, con arreglo a los cuales el poder
político podría gozar de un rol importante pero no total
(pues la articulación sería en gran medida comunitaria),
ahora son demandadas con desesperación. Y ahora parece
obvio que la res publica hace rato que no existe: todo lo que
hay son relaciones estatizadas e intercambio mercantil.
El espíritu comunitario que se demanda no puede más que
presentarse (con honrosas excepciones, claro) en forma
de Narcisismo 2.0: “aquí estoy yo, en mi casa, como es
debido, haciendo mis ejercicios para no perder la forma
de mi cuerpo, o bien viendo tal o cual película, y quiero
darte esta lección moral (no política, desde luego) a vos,
porque yo soy un ciudadano de bien”. No va más de ello
en general.
La peste deviene en excusa lúdica que permite tipos inéditos,
e incluso épicos, de caricias al ego. Y como no es virtud, sino narcisismo, habrá que ver qué queda de todo esto
tras uno o dos meses de cuarentena y encierro.
No obstante, si por algún motivo la “peste” reforzara la
virtud comunitaria, el desmedido crecimiento del poder
político (bio y psico), tras el fin de la pandemia (si es que
ese fin efectivamente llega), podría ser bien controlado
y aminorado. La sociedad, con espíritu de comunidad,
devendría en un actor social decisivo, consciente de sí,
“empoderado”, como está de moda decir ahora. Caso
contrario, hay que prepararse para un Estado (en el caso
en que el Estado sobreviva a la pandemia, desde luego, y
eso depende de la cantidad de tiempo que esto dure) más
legitimado que nunca para hacer lo que se le venga en gana:
¿por qué la vigilancia habría de cesar luego de eventualmente
superada la pandemia? Es sabido que cuando el Estado
crece, achicarlo suele ser tarea prácticamente imposible.
Pero quedan abiertos innumerables interrogantes que
intentaré abordar en próximas entregas.
O la sociedad se convierte en un actor
decisivo o el desmedido crecimiento del
poder (bio y psico) la controlará totalmente
Agustín Laje
Es un joven politólogo y escritor argentino. Ha publicado cinco libros, y colabora en medios de comunicación
nacionales e internacionales tales como La Prensa, Infobae, La Voz del Interior, Perfil, la revista Forbes, entre otros
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